La intención no es lo que cuenta

La intención es lo que cuenta. Esta es una expresión que es ya prácticamente una frase hecha que cabe pronunciar en múltiples escenarios. Uno de sus usos es “consolatorio”, con unos ecos similares a aquello que les decimos los niños de que lo importante es participar: tus actos no han logrado los efectos positivos esperados, pero no te desanimes, porque lo importante es que tú tenías la intención de hacer algo bueno.

Sin embargo, en otras ocasiones, entendemos que en esta expresión se da una afirmación más importante, con un alcance mayor. Diríamos que es un enunciado que resume un modo entero de valorar lo que está bien y lo que está mal: no se trata de lo que uno dice que es ni tampoco de lo que logra realizar con sus acciones, sino con su propósito, con esa voz interior que decide si dirigirse fundamentalmente hacia el bien o hacia el mal.

A mí esta postura me parece problemática, por varias razones que me gustaría exponer. Por bienintencionada (¡nunca mejor dicho!) que sea dicha idea, puede producir unos efectos indeseables y, además, se basa en una determinada forma de entender a las personas y a la ética que, a mi entender, tampoco es deseable. Para justificar estas afirmaciones, seguiré un breve recorrido en el que consideraré: (1) el origen filosófico al que puede vincularse la idea de que “la intención es lo que cuenta (en la valoración moral)”, (2) las dificultades que este planteamiento supone para conceptualizar algunos fenómenos como el de la violencia, y (3) la concepción del sujeto o manera de entender a la persona que implica. Por último, intentaré esbozar qué implica esto para mí a la hora de considerar el papel de las intenciones en mis valoraciones morales cotidianas.

El supremo bien es la buena voluntad, que diría Kant

El ámbito de la filosofía que se ocupa de estudiar la moral es, cómo no, la filosofía moral (o ética). Dentro de ella, se estudian diversas cuestiones, como cuál es el origen de la moral (¿emana de la naturaleza o tiene un origen convencional?), qué es el bien (o “lo bueno”) o qué extensión tiene la comunidad moral (¿quiénes tienen derechos y deberes?). Otra cuestión central es la de la fundamentación de la moral: ¿cuál es la base última de la moralidad, de la que se deriva todo lo demás?, ¿cuál es el criterio último con el que valorar la moralidad de una acción o de una persona?

La respuesta de Kant a estas dos últimas preguntas es: la buena voluntad. Es decir, la bondad de una acción no viene dada en ningún caso por la acción en sí misma o por sus resultados, sino por la disposición de la voluntad (esto que, para abreviar, llamamos intención) de quien la ejecuta. Para Kant, una voluntad puede considerarse buena si se dispone en conformidad con la ley, es decir, cuando cumple el deber porque quiere el deber en sí mismo. En otras palabras, no basta con actuar como dicen las normas (un comportamiento al que podríamos llamar “legal”), sino que hay que actuar de un determinado modo porque es lo que se debe hacer.

Pero quedémonos sobre todo con esa primera parte, según la cual la bondad de una acción depende de la disposición de la voluntad y de nada más, independientemente de sus efectos. Este paso era fundamental para Kant, ya que le parecía que cualquier otro planteamiento de la justificación moral era heterónomo, es decir, hacía depender la bondad de la conducta o del individuo a algo externo a este. Sin embargo, la consecuencia a la que inevitablemente nos lleva es, podríamos decir, algo extraña: si no es la acción misma la que nos permite determinar una conducta como buena, sino solo la intención de quien la realiza, se vuelve imposible juzgar si los actos de los demás son buenos o no, ya que no podemos acceder a esa interioridad donde reside la intención.

En resumen, si la intención es lo que cuenta, entonces el juicio moral se vuelve imposible. Volveré sobre esto más adelante.

No era mi intención hacerte daño

En el ámbito jurídico existe la figura del dolo, que hace referencia a la “acción malintencionada con el fin de causar daño a otro”[1]. La consideración del dolo es importante en el ámbito penal porque establece la distinción crucial entre un delito doloso y no doloso (por ejemplo, la diferencia entre un homicidio imprudente y un asesinato). Muchas definiciones de la violencia incluyen el dolo como un aspecto fundamental. Así, la OMS:

El uso deliberado de la fuerza física o el poder, ya sea en grado de amenaza o efectivo, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones[2].

La introducción de la deliberación o de la intención a la hora de definir un acto de violencia se topa muy pronto con limitaciones. Por ejemplo, ¿qué hacemos con todas esas violencias que se ejercen “por nuestro bien”? Este es el caso de muchos actos de violencia contra la infancia, donde el objetivo que el agresor se da a sí mismo es “educativo”, no “nocivo”. Esto no nos suele impedir a los demás calificarlo de violento. También es el caso de aquello que desde hace décadas se lleva señalando desde el feminismo: que la violencia sexual puede ser perpetrada sin que el violador perciba lo que está haciendo como violento. Escalofriantes, pero muy significativas, son las palabras de Pamela Palenciano cuando en su monólogo sobre la violencia machista dice: “a mí me violó mi novio con todo el amor del mundo”[3]. Si me hiciste daño sin intención de hacérmelo, ¿desaparece el daño? (¿O se convierte en un “mal” arbitrario cuyo valor de “daño” estoy proyectando yo, por lo que está solo en mi cabeza?).

Trasladamos la conclusión extraña a la que llegábamos en el epígrafe anterior y entonces podemos preguntarnos: si el carácter violento de una acción reside en la intención o deliberación de quien lo ejecuta, ¿cómo podemos juzgar si una situación es o no violenta? ¿Deberíamos preguntarle al agresor y fiarnos de que nos responda sinceramente cuál fue su intención?

Sabemos que en un proceso judicial penal el imputado no es quien tiene, por supuesto, la última palabra a la hora de considerar el dolo, sino que se atiende a aspectos de su conducta (como, por ejemplo, la planificación), y a través de ella se pretende acceder a ese ámbito interior de la voluntad o intención. La última palabra, entonces, la tiene el juez, y resulta que puede contradecir –y a menudo contradice– a la del imputado. Entendemos, en ese caso, que el imputado –ahora, condenado– mentía sobre sus intenciones, y que el juez ha averiguado sus verdaderos propósitos. Pero ¿es esto siempre así? ¿Cualquier incoherencia entre las palabras de una persona y lo que determinamos como verdadero debe achacarse a una mentira (o, en su defecto, a un delirio)?

¿O quizá… la intención no esté en nuestra interioridad recóndita?

¿Es la voluntad soberana de sí misma?

Intentaré aterrizar un poco las ideas que he estado arrojando hasta ahora. Podría decirse que hemos llegado a dos conclusiones parciales:

  1. Si la intención es lo único que cuenta a la hora de valorar la moralidad de una acción, juzgar a los otros se vuelve imposible.

  2. Si queremos hacer posible el juicio moral sobre la base de la intención, tenemos que considerar que es posible descifrarla sobre la base de conductas externas observables.

Tomando la primera posibilidad, nos topamos con una noción que me parece difícil de sostener: la idea de que la voluntad es plenamente soberana de sí misma, transparente a sí misma (es decir, siempre consciente o capaz de hacerse consciente), y la afirmación de que el individuo tiene la última palabra en la valoración de la bondad o maldad de sus propias acciones, puesto que dicho valor reside dentro de uno mismo, en esa cosa esquiva e invisible a la que llamamos voluntad. ¿Quién eres tú para decir si mis intenciones eran buenas o no? Tú no puedes acceder a mi psique, porque mi intención es independiente de los efectos de mi acción.

Esto, en la práctica, es de hecho imposible de sostener, y por eso por lo general juzgamos a los demás bajo la presunción implícita de que sí es posible descifrar las intenciones ajenas a partir de sus actos. El problema se da cuando la descripción o valoración que el sujeto da sobre sus acciones no coincide con el juicio de los demás. Nos preguntábamos antes: ¿debemos suponer que el sujeto miente o delira?

Existe una alternativa que adelantábamos al final del epígrafe anterior. Puede que el sujeto ni esté mintiendo ni esté delirando, sino que, en realidad, la voluntad no sea tan soberana de sí misma ni tan transparente a sí misma, de tal modo que el sujeto haga una valoración inadecuada (y no por razones maliciosas) del alcance de sus propios actos. Es decir, que una cosa sea la intención que creemos que tenemos y otra la intención que nuestros actos revelan.

Del dicho al hecho…

Pero entonces... ¿qué es la intención? ¿Es una frase que nos decimos a nosotros mismos antes de actuar (“¡Esto lo haré en nombre del bien!”)? ¿Es lo que nos decimos mientras actuamos? ¿O es una explicación que nos damos a posteriori para justificar nuestros actos? Estas pueden parecer preguntas ociosas, pero en realidad son cruciales si vamos a poner en la intención todo el peso de la moralidad de nuestros actos. El concepto de “intención” (o su compañera la idea de “voluntad”) no está tan claro para la importancia que le estamos dando. Quizá no baste con la intención o quizá la voluntad sea otra cosa…

Hace tiempo que digo que la intención no es lo que cuenta, y lo hago por una razón que puedo expresar con otra frase hecha: del dicho al hecho hay un trecho. El desajuste entre el decir y el hacer no es algo que me conduzca al cinismo; es decir, no es para mí una excusa para esgrimir posturas misántropas del estilo de “el ser humano es hipócrita por naturaleza”. Más bien, para mí no es más que una llamada al inconformismo y a una consideración benevolente de la complejidad del ser humano. Me explico.

Si del dicho al hecho hay un trecho, significa que no puedo juzgar a los otros (¡ni a mí misma!) solo sobre la base de lo que declaran. Esto tampoco significa para mí que deba juzgarlos solo tomando sus actos de forma aislada y abstracta, como si fuera posible hacer una lista de “actos buenos” y “actos malos” que aplicara en todas las circunstancias. Si la clave es que con las palabras no basta (y, por tanto, con las intenciones tampoco), entonces algo hay en los actos que sí es importante.

Imaginémonos en una situación. Una compañera (una amiga, familiar, colega, pareja… lo mismo da) comete una serie de errores (quien dice errores, dice también pequeños daños, negligencias…) y, llegado un determinado momento, se los señalamos y le hacemos notar que hay un cierto patrón en esos errores –o que, dicho de otro modo hay un cierto “pie” del que “cojea”–. Ella se disculpa de forma sincera y nos dice que no volverá a ocurrir. Sin embargo, la dinámica persiste y en esta ocasión ella nos insiste en que lo lamenta y que tiene la intención de cambiar. Las cosas no mejoran y al cabo del tiempo, después de haberle ofrecido incluso ayudas o sugerencias, el error se sigue repitiendo. ¿Qué está pasando? En este caso, nuestra compañera es sincera (no nos miente al respecto de sus intenciones) y cuando se disculpa parece genuinamente entender los motivos de nuestro señalamiento y expresa una intención de cambio que parece comprometida de forma honesta. ¿Qué hacer entonces?

El trecho o la brecha

Si la intención es lo que cuenta, asumiremos que nuestra compañera es torpe, nos quedaremos con que “en el fondo” tiene “buena fe” o un “buen corazón” y dejaremos que las cosas sigan su curso… Pero, claro, mientras tanto tendremos que sufrir “cristianamente” las consecuencias de sus actos.

Para mí, esto no es sostenible a largo plazo, además de ser una postura conformista o conservadora y que nos impide atribuir adecuadamente responsabilidades. Y es que también somos responsables de los daños que causamos sin intención de hacer daño –y cuando digo que somos responsables de ellos quiero decir que no podemos cruzarnos de brazos y desentendernos de las consecuencias–.

Hay algo en los actos que sí es importante, porque si las intenciones se quedan en una mera declaración, estamos simple y llanamente ante lo que podríamos llamar un caso de wishful thinking: no por desear actuar bien significa que estamos actuando bien, lo que implica que podemos estar actuando mal sin haber deseado realizar un mal. Y esto a veces es desesperante, lo sé, porque puede llegar a haber un desencaje tremendo entre lo que pretendemos hacer y lo que efectivamente estamos haciendo. Pero ese desencaje no nos blinda del juicio moral, todo lo contrario: somos responsables también de ese desencaje, y por ello es tan importante el ejercicio crítico de desvelar nuestras propias contradicciones y mantenerlas presentes.

A la compañera del escenario imaginario podríamos decirle: “Sé que no es tu intención, pero date cuenta de que las intenciones que expresas –y estoy segura de que las expresas con sinceridad y convicción– no están yendo más allá del nivel de la declaración, no se están materializando en un cambio concreto de tu conducta, por lo que hay una brecha muy grande entre lo que dices y lo que haces y mientras tanto los problemas persisten… ¿Qué es lo que falla?”. Será al mirar sin miedo hacia esa brecha donde descubramos lo poliédrico, complejo y tensionado que es esa cosa a la que llamamos “voluntad”, puesto que el fallo puede estar en lugares muy diversos y no todos dependerán de la misma forma o en el mismo grado de nuestra compañera (que, por cierto, siempre podríamos ser nosotros).

Un voto de confianza

Haya los trechos que haya, o sean del tamaño que sean las brechas, la intención como mera declaración no es el criterio en que me baso para juzgar si se ha actuado bien. Ahora bien, tengo que matizar esto que llevo repitiendo todo este tiempo de que la intención no es lo que cuenta, porque quizá sería más justo decir que con la intención no basta o que de meras intenciones no se vive. Porque es cierto que la intención es un pivote en el que me apoyo sobre la base de la confianza o de la fe a las que apela.

Si la buena intención que me expresas me suena sincera, entiendo que debo darte un voto de confianza –ya que no veo que la presunción de maldad sea el camino–. Cuando la compañera del ejemplo puesto antes reconoce su error y me dice que no fue su intención cometerlo, el daño cometido no deja de ser un daño, pero me motiva a confiar en que puedo esperar que las cosas entre nosotras mejoren. Por el contrario, si no hay ni tan siquiera una declaración de intenciones creíble de por medio… no veo qué fe razonable en ella puedo sostener y el vínculo se resiente (o, incluso, se termina).

Es este el papel de la intención sinceramente expresada, a mi entender –el de llamar a, y conceder, la confianza–. Por el resto, la intención me vale para calificar una acción mala como “acción mala dolosa”, pero no para redimir por completo esa acción. Hace falta algo más que intenciones para actuar bien, porque tanto nosotros como la realidad que nos rodea somos algo complejo y no basta con desear para que las cosas se arreglen: hay que tomar decisiones, comprometerse, a veces arriesgarse, considerar a los demás en el proceso, mantenerse alerta y responsabilizarse.


  1. Quinta definición en “dolo” en el Diccionario panhispánico del español jurídico en línea. Disponible en: https://dpej.rae.es/lema/dolo (última visita el 30/08/2024). ↩︎

  2. Organización Panamericana de la Salud, “Informe mundial sobre la violencia y la salud” (2002), sin énfasis en el original. Disponible en: https://www.sanidad.gob.es/ciudadanos/violencia/docs/informeOMS.pdf (última visita el 02/05/2022). ↩︎

  3. Pamela Palenciano, No solo duelen los golpes [monólogo]. Disponible en: https://youtu.be/eGmb1mq98m4?feature=shared (última visita el 30/08/2024). ↩︎