Propiedad y co-pertenencia

El genitivo es un caso que expresa relaciones entre sustantivos. A menudo el genitivo se identifica como «posesivo», como si el único modo en el que un nombre pudiera estar con otro fuera apropiándose de él ávidamente. Pero existe también, de hecho, el genitivo «de memoria»: allí donde un nombre está pensando en otro, rehusando olvidarla.

Nunca pensé que algún día diría esto, pero: creo que hay algo en lo que las teorías del derecho natural dicen sobre la propiedad que merece que le dé una vuelta un momento.

Simplificando mucho, John Locke diría que la propiedad es un derecho natural que se deriva de la actividad del hombre sobre la naturaleza (el trabajo). Al trabajar una tierra, el hombre que la trabaja la hace suya y pasa a ser de su propiedad.

Creo que hay algo verdadero aquí si reinterpretamos la noción de propiedad a la que nos referimos. En culturas propietarias como la nuestra (y la de Locke) propiedad es posesión exclusiva, que otorga el derecho de disponer (modificar, destruir, intercambiar, vender, explotar) plena y unilateralmente el objeto poseído.

Sin embargo, existe otra noción de propiedad a la que nos referimos habitualmente y que no implica la definición que acabo de dar. Me refiero a muchas de esas cosas que expresamos con esos determinantes que nuestra tradición gramatical decidió llamar “posesivos”: cuando hablamos de “mi” pueblo, de “nuestra” familia, de “tus” amigos.

Aquí no estamos expresando realmente una relación de propiedad como posesión, sino una relación de co-pertenencia. No llamo a “mi” ciudad “mía” porque posea un título de propiedad sobre ella, sino porque es la ciudad en la que vivo y, en tanto parte de ella, yo también estoy implicada, aunque sea infinitesimalmente, en su definición. Pero, por ejemplo, cuando hablo de “mi” hermano, está muy claro que yo soy una parte fundamental de su identidad (como hermano): sin mí, él no sería un “hermano”. Nos co-pertenecemos.

Esta co-pertenencia no significa que tengamos derechos unilaterales de disposición el uno sobre el otro. Más bien, pertenecernos el uno al otro significa que estamos vinculados, que formamos parte del ser del otro. Una parte de mi identidad —que no es una cuestión simplemente nominal, sino que es el modo en que mi vida está constituida, el lugar que ocupo en el mundo, lo que soy—, un aspecto de mi vida, es ser hermana, y ese aspecto no es posible sin el correlato que es mi hermano, y lo mismo ocurre para mi hermano, que es hermano-para-mí. Por eso es “mío” y en eso consiste su ser “mío”.

Esto parece que no nos es difícil de entender de esta forma cuando nos referimos a personas. Al fin y al cabo, no muchos caerían en el delirio de creerse con derecho de propiedad con respecto a “sus” tíos por el hecho de llamarlos “suyos”. En una cultura como la nuestra, en la que no existe (formalmente) la figura del esclavo, la idea de considerar a una persona como propiedad nos parece aberrante [1].

Sin embargo, no parece tan sencillo entender de esa manera a los objetos. Vivimos como si una brecha separase a los humanos del resto de seres, pero más aún como si un abismo separase a los seres animados de los objetos inanimados. Los objetos son insignificantes y disponibles (es decir, a nuestra disposición: para ser usados, explotados, destruidos, etc.). Dicho de otro modo, cualquier vinculación con objetos pareciera tener que pasar por la figura de la propiedad como posesión.

Una alternativa sugerente sería afirmar rotundamente la independencia de los objetos con respecto a nosotros, sin que medie relación de propiedad alguna. Todo es de todos y de nadie por igual. Esto me he dicho a mí misma por un tiempo. Pero... ¿vivimos así realmente? ¿No ocurre que cuando confecciono algo —pongamos, un jarrón de cerámica— lo siento “mío” (y, además, “mío” en un sentido en que no puede serlo para alguien no implicado en su confección)? En ese caso, ¿tendría razón Locke (lo que hace “mío” al jarrón es el trabajo que puse yo sobre la cerámica)? ¿O en qué sentido digo si no que es “mío”?

Retomo una frase del inicio —“Al trabajar una tierra, el hombre que la trabaja la hace suya y pasa a ser de su propiedad”— y la divido en dos: “Al trabajar una tierra, el hombre que la trabaja la hace suya” y “y pasa a ser de su propiedad”.

Y es que ¿no es cierto, también, que el jarrón que yo hice con mis propias manos tiene algo que hace que se sienta más “mío” que un jarrón que he comprado, aunque sea igualmente de mi propiedad? ¿Y no es verdad que aunque regale el jarrón que he hecho (cediendo su propiedad a otra persona) no deja de sentirse como “mi” jarrón en algún sentido?

Aquí es donde se manifiesta esa distinción entre propiedad como posesión y propiedad como co-pertenencia que intentaba trazar antes: el jarrón me es propio, pero no en términos de posesión, sino de vínculo, de identidad. Entonces, entendiendo así las cosas, podría quedarme con la primera parte de la frase (aunque jamás con la segunda), y de hecho encuentro necesario y beneficioso hacerlo.

Las relaciones de co-pertenencia nos definen y son ineludibles. Nos vinculamos afectivamente con el mundo, ocupamos un lugar en él y llegamos a ser quienes somos siempre en compañía con otros (y estos otros son personas, seres animados, objetos inanimados, lugares, etc.). La co-pertenencia, lejos de conceder derechos de explotación, implica y demanda responsabilidad: nada en este mundo debería resultarme indiferente, pero a la vez es cierto que “mi” gente, en tanto es “mía”, me hace sentir especialmente implicado en ella: co-pertenecernos se traduce, intuitivamente, en que su bien y mi bien van de la mano (en algún sentido, en algún grado)[2].

Jamás podré dejar de llamar a “mi” pareja como tal, frente a cualquier fantasía lingüística que pretendiese retirar ese “mi” para abolir cualquier actitud propietaria entre nosotros. El problema no está en ese “mi”, sino, por un lado, en el gramático que decidió definirlo como “posesivo” y, por otro, en la cultura que, bajo el régimen de propiedad privada, hace pasar todo lo propio como poseído. Del mismo modo, la ropa que guardo en mi habitación y que siempre uso yo inevitablemente será “mi” ropa, igual que la vajilla que uso con las personas con las que vivo no puede sino ser “nuestra” vajilla. Con todas esas cosas y personas, soy especialmente responsable: estoy implicada en ellas.

Es en este sentido en el que me hacía sentir interpelada la idea del derecho natural de propiedad, dándole la vuelta como lo he hecho hasta desfigurarla en algo totalmente distinto. En un tiempo (y lugar) en el que la sobreproliferación de objetos (debida al capitalismo de consumo) nos ha llevado a una relación de desapego y desechabilidad con ellos, recordar que los objetos nos co-pertenecen en cuanto nos relacionamos significativamente con ellos me parece un paso crucial e inevitable para hacernos más responsables del mundo que nos rodea. La abolición de la mentalidad propietaria no puede venir por la vía de la indiferencia y de la desvinculación del mundo.


Estas consideraciones son parte de una vía de reflexión acerca de nuestra relación con los objetos que comencé hace casi un año. Me preguntaba (me pregunto): ¿cómo podemos concederle dignidad moral a los objetos inanimados sin que sea en términos de propiedad (como posesión)? Bajo el régimen propietario, dañar un objeto está mal (y es ilegal) porque es propiedad de otra persona. Por lo demás, los objetos son indiferentes y quien posee un objeto tiene todo el derecho a dañarlo o destruirlo, pues es su soberano. Pero ¿y si aspiramos a un mundo sin propiedad privada? ¿Cómo pensar a los objetos por fuera de la propiedad y también de la indiferencia?

Esta mañana, vi que en el suelo de mi habitación estaba caído un objeto que me regaló una persona. Recién levantada, pensé: “¿Qué más da? Ahí no le va a pasar nada, está en mi habitación, es mío y no le afecta a nadie, tampoco a la persona que me lo regaló, así que ya lo recogeré”. Y, sin embargo, no parecía tan indiferente dejarlo ahí tirado... eso me dejó pensando y ha dado lugar a las líneas que acabas de leer.

(Y sí, sí recogí el objeto del suelo. Era una pequeña figura de un gato hecha de tela y me estaba mirando con sus ojos-botones...). ¡Vaya si nos co-pertenecemos con las cosas pequeñas que aquí estoy dos horas después redactando esto en su honor!


Addenda del 5 de mayo de 2025

En Habitar como un pájaro, la filósofa Vinciane Despret (especializada en psicología y etología) analiza el modo en que se ha entendido el concepto de territorio a la hora de estudiar la conducta de las aves. A este respecto, dice algunas cosas que me parecen muy pertinentes al hilo del modo en que yo estaba intentando repensar la noción de propiedad aquí. En particular, en las páginas 116 a 118:

Vemos que el espacio cambia de propiedades. Y en cuestión de comportamiento animal, sin duda deberíamos contemplar que el medio mismo «se comporta» de alguna manera, se deja, o no, apropiar. El espacio coopta modos de atención, maneras de ser. Como escribe Thibault De Meyer, filósofo especialista en etología, contiene fuerzas, potencias, que los actos de territorialización vienen a buscar. Y no todos los espacios resultan propicios, apropiados. Si el comportamiento territorial es un comportamiento de apropiación, no lo es ya en el sentido más común de «poseer» o de adquirir, sino en el sentido de volver «apropiado» para uno mismo. [...]

Escribe David Lapoujade que, según Souriau, «poseer no consiste en apropiarse de un bien o de un ser. La apropiación no concierne a la propiedad, sino a lo apropiado. El verbo de la apropiación no debe emplearse en voz pronominal, sino en voz activa: poseer no es apropiarse, sino apropiar a..., o sea hacer existir apropiadamente». [...] Una concepción muy cercana aparece en el libro de la jurista Sarah Vanuxem, cuando busca en la historia del derecho francés y en la antropología las interpretaciones que permitirían romper con la concepción de propiedad como un poder soberano sobre las cosas, para pensar las cosas como medios que se trata de habitar: «En los aduares chleuh de la montaña, apropiarse un lugar consiste en adecuarlo a uno mismo y adecuarse a él; apropiarse una tierra remite a atribuírsela y a volverse apropiado para ella». [...]

El término «posesión», que hasta ahora ha sido mejor evitar, adquiere todo su sentido: el pájaro posee su territorio porque queda poseído por él. Ha apropiado su existencia a las nuevas dimensiones que propone el territorio [...]. La posesión, en este caso, designa tanto el hecho de quedar poseído como el de poseer.

Esto último, sobre todo, expresa para mí parte de lo que quería captar con el concepto de co-pertenencia.


  1. Esto no significa que no se produzcan actitudes propietarias entre las personas (hombres abusivos sobre sus parejas, padres sobre sus hijos o patrones sobre sus empleados). La fuerza violenta del hombre que le dice enfáticamente a su pareja “tú eres mía” está, precisamente, en que le está dando un valor marcadamente posesivo a ese “mía”. ↩︎

  2. Por supuesto, también cabe una co-pertenencia negativa a la que no me he referido hasta ahora: existen “mi” agresor, “mi” adversario, etc. No deja de haber un sentido de la responsabilidad aquí si tomamos el término por su sentido literal: “mi” agresor, en tanto “mi” agresor, genera en mí una respuesta (una afectación, una reacción) que no me generaría cualquier otra persona. Aquí quizá su bien y el mío no van de la mano, sino todo lo contrario, pero aun en este caso hay una dependencia entre mi bien y el suyo (en este caso, en oposición) que no se da entre mi bien y el de cualquier otro. ↩︎